Me queda este artículo, el último de 56, para hacer una reflexión sobre dos años y tres meses de trabajo entre mi casa y la selva de Tambopata. Sobre algo con lo que soñaba desde chico. Tenía 20 años y ya formaba parte de un proyecto de conservación y desarrollo sostenible que me cambió la perspectiva de vida en muchos sentidos. Sin exagerar, todo eso me hizo crecer como persona. Me tocó un equipo admirable con gran misión: enseñar y fomentar una mejor calidad de vida en la selva a través de la protección del medio ambiente. Para mí era una aventura, un reto. Tendría que viajar seguido a la selva, solo, y vivir lo que muy pocos han vivido: ver la selva a través de los ojos de su gente. Gente que enseña, y mucho.
Martin me dio la oportunidad de entrar a RFE y me contó de este proyecto de turismo vivencial sostenible, en el que familias de Tambopata ofrecerían sus hogares como alojamiento para viajeros que quisieran un mayor contacto con la selva a través de su cultura. Sin pensarlo, me apunté. Un mes después, en enero de 2010, ya partía rumbo a Tambopata por tres semanas. Acababa de conocer a Chío para que me explique lo que iba a ser mi primer trabajo o aventura. En el momento no había diferencia. Qué tal ansiedad.
Y así volví a Tambopata después de 7 años, listo para recorrer todas las futuras casas hospedaje o “homestays” del proyecto. Me acuerdo perfecto de la primera vez que llegué a Kapievi para conocer a Pieri, Andrea y Kathe. Terminé siendo prácticamente adoptado. Al menos yo me sentía un hijo más. Me engreían tanto que hicieron que no me diera cuenta que la comida era solo vegetariana. Linda gente la de Kapievi, un lugar en el que es imposible no sentirse bien. En Amazon Shelter volví a tener 10 años. Estaba fascinado con todos los animales que se rehabilitaban allí para intentar volver a su hábitat. Qué manera de quererlos, la de Maga. Siempre andaba cerca Pepe, un mono aullador que me acompañaba mientras escribía mis textos en las noches, y cantaba cuando le ponía música en mi laptop. Esta es la especie más bulliciosa de reino animal después de la ballena azul, complicado concentrarse. Y que bien comí los días siguientes en Villa Hermosa, ahí no más de la ciudad. Don Manuel, su esposa y sus hijas saben cómo hacer que uno la pase bien en su casa. Cuando llegué a La Habana ya me habían contado que un jaguar se había comido a las ovejas del profe Lovón. Él es una persona muy interesante, muy amable. Muy gracioso también el profe, me acuerdo como se reía cuando lo molestaba diciéndole para caminar sus trochas disfrazados de oveja. En Parayso me recibió una gran familia. Los Balarezo. Qué manera de cocinar la de doña Beatriz, que buenas historias las del incansable don Francisco. Qué buen amigo es Percy. Sus trochas parecen estar en medio de la selva, no tan cerca de la ciudad. Caminábamos y el agua empozada de las lluvias casi se nos metía en las botas. Tan buen bosque como el de K'erenda. Conversaba mucho con don Victor en el comedor después de comer, me contaba sus historias, de cómo recuperó el bosque en el que creció. Y Rosita siempre estaba ahí, sonriente. Al último que conocí del Corredor Tambopata fue a Ronald. Un personaje, un niño grande. Conversábamos de todo, mientras recorríamos Botafogo, esa playa que cuando baja el río crece hasta los 3 km de largo. Y yo no creía mucho en el tunche hasta esa noche, en la que salí al baño medio dormido y sentí un extraño silbido y algunos escalofríos. Así pasaron 3 semanas.
Iba a volver un mes después. La misión era distinta: navegar el río Tambopata a través de los sectores de Infierno, Sachavacayoc, Condenado y Baltimore. Había más familias, más personajes. No había señal de teléfono. Todo era selva y más selva. Llegué al puerto y entró en escena don Fede, el motorista y humorista de mi viaje. Un fiel acompañante con la nariz aplastada por la patada de un toro. Un grande del río. Más adelante se nos unió Cesar. Chocolate. Creo que el personaje de este segundo viaje. Siempre con su GPS, registrando cada paso que dábamos en el monte. Empezó acompañándome como guía, termino siendo mi pataza. Y así recorrimos el Tambopata 4 horas río arriba hasta El Gato. Un lugar de naturaleza espectacular, construido con esfuerzo por Eduardo y su familia, los Ramirez. Son pescadores artesanales, y conocen muy bien la quebrada donde han pescado por décadas desde pirañas hasta monstruos de río. Bajé con don Fede a conocer a don Manuel, que nos llevó por su chacra. Creo que nunca había visto tantas frutas. Frutas raras. Tengo la imagen de él subido en su escalera, sacando zapote, noni, copoazú. Y nada como madrugar para recorrer las trochas. Algunas más complicadas que otras, como la del lago Sachavacayoc. Javier Huinga nos llevaba y cada vez lo veía más hundido en el agua, ya casi iba a nadar. Pero lo seguíamos, o nos perdíamos. Recorrimos castañales, como el de los Valera, y bajamos luego a Infierno para conocer a los Ese’ejas. Ellos viven en comunidad, y están organizados para proteger su reserva comunal. Los Mishaja, familia de chamanes, manejan Ñape y Mahosewe. Son gente que conoce la selva mejor que cualquiera. Los Durand viven en Saona, que en lengua nativa significa boa.
Así fueron pasando 10 días de caminatas en bosques inundados, con el agua hasta el cuello, de encuentros inesperados con animales alucinantes, de amaneceres en lagos, noches infestadas de estrellas sobre el río Tambopata, largas conversaciones con gente de la que se aprende mucho, muchísimo. Claramente había una diferencia en este tipo de viaje a la selva, en el que compartes la naturaleza de la mano con la cultura de la gente que te muestra el lugar en el que ha vivido toda su vida. He tenido la suerte de quedarme en albergues, también. Pero lo que se aprende, lo que uno se lleva a casa cuando comparte con estas familias es invalorable y no se encuentra en otro tipo de viaje.
Pero estos sólo serían mis primeros meses en el proyecto. Los más intensos, definitivamente, en todo el sentido de la palabra. Tal vez exagere un poco, pero volví y me sentía distinto. Aprendí y viví mucho en poco tiempo. Toda la gente que me recibió tuvo algo para enseñarme, y valoro mucho esa visión compartida de conservación, de mostrar al mundo una maravilla natural en lugar de vivir de ella de manera extractiva.
Ahora, después de muchos viajes a Tambopata, me siento bien con lo que hice. Sé que dejé una parte de lo mejor de mí en la selva, y me llevé parte de ella también.
Ya son 20 familias en Tambopata Homestays unidas a esta misión de proteger la selva. Ellos no ofrecen turismo, ofrecen conservación, y el Perú necesita que esta iniciativa de gente local se expanda para poder proteger toda la riqueza natural que posee y frenar las actividades que atentan contra ella.
Gracias Martin por la oportunidad, otra vez. Creo que ya sabes cuánto la valoro. Hubiera sido bacán que te quedaras más tiempo con nosotros. Chío Martinez, gracias por todo, por ese amor que le pones a tu chamba y que contagia, por prácticamente adoptarme en ese primer viaje en el que yo andaba medio perdido. Y después entraste tú, Chío Lombardi. Dos Chíos en el proyecto. Qué tal buen humor el tuyo, siempre con esa risa que da risa. Entró Jeff, también, con sus fotos alucinantes. Y al final entraron Guido y Alex con su equipo de trabajo, Ciro y las chicas, con su gran toque de humor también, y una visión de turismo responsable ejemplar y de la que se puede aprender mucho. Sandra, tú también entraste junto a ellos. Tu caso es admirable, chambeando para proteger la fauna de Madre de Dios y por el desarrollo sostenible de su gente.
Espero que sus incansables esfuerzos por proteger la selva continúen por mucho tiempo más. Se necesita personas como ustedes.
Gracias a todos por todo. Yo estoy seguro de que voy a volver. Por ahora, tengo que guardar mis botas de hule y sacar unos zapatos de vestir por un tiempo.
Tito